lunes, 23 de septiembre de 2013

A cien años de la Ley Palacios



El 23 de setiembre del año 1913 se aprobaba en la cámara de diputados de Argentina un proyecto de ley redactado por socialista Alfredo Palacios que significó la primera legislación que criminalizaba la trata de personas con fines de explotación sexual. Fue en enero de 1999 que la Conferencia de la Coalición contra el Tráfico de Personas en Dhaka, Bangladesh eligió el 23 de setiembre como "Día Internacional contra la Explotación Sexual y el Tráfico de Personas" en conmemoración de la promulgación de la ley Nº 9143 o como mejor se la conoce nuestro país la Ley Palacios.

Aprovechando la atención que despierta este aniversario y aquel reconocimiento quería compartir algunas reflexiones, comenzando por exponer el contenido de la ley y luego abordar brevemente el contexto histórico en cual se aprobó. A pesar de que este tema merezca sin duda mayor profundidad el propósito aquí es estimular sucesivas aproximaciones históricas que sirvan para enriquecer el debate existente dentro y fuera del feminismo en torno a las tensiones entre trata y trabajo sexual.

Volviendo al momento de la sanción hace cien años, luego de que se le realizaran modificaciones al proyecto original la flamante ley 9143 castigaba en su artículo 1º con hasta 15 años de prisión  a “la persona que en cualquier forma promueva o facilite la prostitución o corrupción de menores de edad, para satisfacer deseos ajenos aunque medie el consentimiento de la víctima”. Más adelante el mismo artículo señalaba que “(…) Cuando las víctimas sean mayores de edad (21 años en mujeres y 18 para los hombres en la época), se aplicará al autor de los hechos a que se refiere el parágrafo anterior la pena de seis a diez años de penitenciaría si para obtener su consentimiento hubiere mediado cualquiera de los circunstancias agravantes enumeradas en aquel;” es decir si hubiese utilizado violencia, amenaza, abuso de autoridad o cualquier otro medio de intimidación.
También la ley consideraba un agravante si el autor era el marido, hermano o hermana, tutor o persona encargada; en ese caso el acusado perdía la patria potestad sobre la mujer tratada. Finalmente se preveía que los inmigrantes reincidentes en estos delitos perdiesen automáticamente la ciudadanía argentina y fuesen expulsados a sus países de origen.

Lo primero que se destaca de la ley Palacios es que con ella por primera vez una legislación nacional se proponia que las personas forzadas a prostituirse fuesen nativas o extranjeras, varones o mujeres contaran con algún tipo de protección legal y sus rufianes el castigo merecido. El objetivo de Palacios así como de la mayoría de los diputados que acompañaron el proyecto era demostrar una clara intención política en avanzar contra lo que en la época se conocía como la “trata de blancas” es decir el secuestro y tráfico de mujeres (sobre todo europeas) con el fin de explotarlas sexualmente al otro lado del Atlántico. Con la sanción de esta ley ni se pretendía  abolir la prostitución en general, ni tampoco se avanzaba en medidas de protección laboral para las mujeres mayores de edad que trabajaban en los prostíbulos voluntariamente.  Como dije antes Palacios buscaba una herramienta legal que en principio fortaleciera la lucha contra el flagelo de la “trata de blancas” y ayudara a cambiar la pésima imagen internacional que tenia Argentina, en especial la ciudad-capital Buenos Aires desde que en 1875 se había legalizado la prostitución.

El contexto en que ocurre la sanción de esta ley es por demás complejo y dinámico. A partir de la segunda mitad del siglo XIX Argentina se había convertido en un polo de atracción privilegiado para la inmigración europea. El proceso de expansión y explotación cada vez más intensiva de la región pampeana, se enfrentaba con su reverso en la situación del Viejo Mundo donde el sector agrícola expulsaba población que no lograba ser absorbidas totalmente con empleos en las ciudades protagonistas de la revolución industrial.  Allí la desocupación y la miseria eran flagelos que afectaban a enormes franjas de población, especialmente a las mujeres quienes en ocasiones las circunstancias adversas animaban a romper prejuicios para embarcarse solas en un largo viaje en búsqueda de algún futuro en nuestra América. Para horror de los reformistas morales de uno y otro lado del Atlántico.


Es así como la ciudad de Buenos Aires durante el periodo 1860 - 1914 creció exponencialmente: de tener 180.000 habitantes a convertirse en una urbe de 1.800.000 habitantes, en su mayoría inmigrantes y con una fuerte preponderancia masculina. La escasa oferta de empleo femenino, sus miserables sueldos y pésimas condiciones de trabajo eran parte de una situación estructural en el periodo que en gran medida explica el crecimiento de la prostitución, actividad que era mejor paga que las tareas de lavandera o costurera en Buenos Aires.

Agregamos a estos factores el desarrollo de debates políticos en Argentina en torno a la formación de una identidad nacional, el establecimiento de los poderes de policía y de control médico-administrativo, el temor a la sífilis, etc. así como un escenario internacional donde los argumentos de una supuesta superioridad (e inferioridad) raciales y religiosos tenían un peso fundamental en el naciente imperialismo. Este conjunto de fuerzas aquí sólo enumeras, es el que estructuró en gran medida el debate en torno a la “trata de blancas”.
La historiadora Donna Guy en su libro “El sexo peligroso. La prostitución legal en Buenos Aires, 1875-1955” demuestra el carácter intencional que tenía en la época el pánico moral desatado en Europa en torno a la pésima imagen de Buenos Aires como destino privilegiado de la “trata de blancas”, cuando se exageraba la frecuencia en la que se descubría situaciones reales de prostitución forzada. Para esta académica feminista en cambio las mujeres inmigrantes que trabajaban en los prostíbulos porteños en general optaban por esta actividad como “una típica respuesta consciente a la pobreza y no el resultado de la trampa de algún proxeneta perverso” (Pag. 19)

Cualquier atisbo de autonomía en las mujeres eran combatido o controlado sistemáticamente en una sociedad fuertemente patriarcal: la “joven virgen blanca” era la principal destinataria de una serie de discursos amenazantes sobre redes de traficantes judíos (las de origen francés no merecían la atención de la prensa) que engañaban a las incautas e impudentes muchachas si pretendían escapar de la autoridad ejercida del padre o tutor. Para las prostitutas en cambio existía una reglamentación que habilitaba desde 1875 en Buenos Aires el ejercicio de la actividad a costa de controles médicos, administrativos y policiales, con la consecuente disputa de estos tres fueros sobre el control del cuerpo de las mujeres públicas.


En la actualidad es justo reconocer que la Ley Palacios significó un avance importante local e internacional en una perspectiva cercana a los hoy llamaríamos de “derechos humanos” con el objetivo de combatir la explotación sexual sobre aquellas personas mayores de edad que fuesen forzados a prostituirse y prohibiendo totalmente en caso de los menores de edad (el reglamento de 1875 por ejemplo señalaba que "no podrá haber en los prostíbulos mujeres menores de 18 años, salvo que se hubieren entregado a la prostitución con anterioridad").

En este sentido significó una medida progresiva en un momento histórico bisagra: su sanción llegaba justo antes del estallido de la primera Guerra Mundial cuando el flujo migratorio hacia nuestro país disminuyó fuertemente, pero también antes de que el debate en torno a la prostitución recibiera un fuerte impulso a favor de la postura abolicionista-prohibicionista que inlcuia como trata de personas a todas las modalidades en que se ofertaba servicios sexuales. En 1936 con la sanción de la Ley de Profilaxis se prohibieron los prostíbulos en Argentina dando comienzo a una nueva etapa donde la atención estatal estará puesta no en lo que interesaba a Alfredo Palacios es decir en las formas de coerción inherentes a la trata y sus complices, sino mas bien en combatir/controlar con mayor o menor intensidad dependiendo la época el ejercicio del trabajo sexual.

domingo, 15 de septiembre de 2013

Entre la extranjería y la solidaridad

por Andrea Lacombe, en suplemento Las 12 del dia 13 de setiembre de 2013

http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/las12/13-8303-2013-09-15.html

En los últimos meses se reactivó un debate clave dentro de los feminismos, el que opone el abolicionismo –que reconoce a la prostitución como una situación de explotación sexual en todos los casos– y las posturas pro sexo –que habla de trabajo sexual como una posibilidad de empoderamiento para quienes se reconocen en esa categoría, en un sistema que mercantiliza a los cuerpos de múltiples maneras– a raíz de un proyecto de ley que busca regular el trabajo sexual y de las acusaciones cruzadas entre la Campaña Abolicionista Nacional y quienes integran Ammar Córdoba, una regional de la agrupación de meretrices que apoya esta regulación. A este debate se sumó un numeroso grupo de lesbianas que se nombran pro sexo y que ven en las reivindicaciones de las trabajadoras sexuales un germen de su propia lucha. Las12 abre el debate a sabiendas de que aun cuando nuestro país ha suscripto en su legislación la postura abolicionista, la vulneración de derechos, la persecución policial y la clandestinidad obligada siguen siendo la realidad cotidiana de quienes están en situación de prostitución o ejercen el trabajo sexual.


En un país que cierra el cepo a ciertas prácticas sexuales consideradas disidentes, quienes ejercen –o al menos pretenden hacerlo– el trabajo sexual, ven cada vez más reducidas sus posibilidades de acceso a los derechos que reclaman. Las leyes impulsadas por el gobierno nacional en materia de derechos sexuales y civiles parecen caminar en dos sentidos. Por un lado, la integración de la comunidad lgbt a un universo que le era vedado: equiparación de derechos de casamiento, adopción, identidad autopercibida y acceso a la salud. Por otro, la invisibilización continua de determinadas prácticas que escapan –y tienen la intención de continuar haciéndolo– a la heteronorma. Entre esas prácticas, el sexo pago y quienes lo ejercen está en el foco de las denuncias, tanto de las políticas estatales (nacionales y de algunas provincias) como de los sectores dominantes del activismo feminista que confunde delito con moralidad al equiparar prostitución con trata de personas.
A contrapelo de este contexto político, ha comenzado a circular por las redes sociales una proclama de apoyo a las trabajadoras sexuales impulsada por lesbianas feministas pro sexo.
“Las lesbianas aprendimos en el proceso de politización de nuestra sexualidad y de nuestras vidas que el primer paso para el empoderamiento es el nombre.” Con estas palabras comienza el documento redactado por Valeria Flores y Noe Gall, activistas lesbianas de Neuquén y Córdoba respectivamente, que ven en las reivindicaciones de las trabajadoras sexuales un germen de su propia lucha. La pregunta capciosa de esta redactora sobre los motivos que las llevaron a acompañar las reivindicaciones de las trabajadoras sexuales no cae en saco roto. No consideran que acompañan, sino que esa lucha las involucra e interpela. Extranjería y solidaridad cristiana son los términos que utilizan para rebatir la noción de “compañía”. “Cuando pensás que esta demanda atraviesa tu propio cuerpo decidís no acompañar, sino salir de las trincheras de la hipocresía social juntas”, afirma Noe. Porque justamente, uno de los puntos de articulación entre trabajadoras sexuales y lesbianas “está en el silenciamiento de sus voces, en el borramiento del espacio público de las trabajadoras sexuales como sujetos políticos, que en su caso se da mediante la criminalización de su actividad, la persecución policial”, explica Valeria Flores a este diario. “Sin usurpar las voces y lugares de enunciación de las compañeras, creo que la proclama materializa ese punto de contacto: la criminalización de las trabajadoras sexuales mediante las leyes de trata busca, más que erradicar un delito como es la explotación sexual, el borramiento de un tipo de sexualidad, un modo de ejercicio de la sexualidad, de modos de hacer del cuerpo, que nos compromete si pensamos las políticas sexuales no reducidas a demandas identitarias. Tiene que ver con la autonomía corporal y sexual, por eso activamos la identificación ‘prosexo’, porque el mismo término visibiliza una práctica, pone en escena algo de lo que se habla bastante poco en el feminismo: de sexo, de su poder performativo, de la multiplicidad de formas de experimentar lo erótico, lo placentero, lo sexoafectivo”, puntualiza.
Digámoslo con todas las letras: vivimos en un país donde sus principales referentes feministas reclaman el derecho a decidir sobre sus cuerpos, pero se niegan a dejar (y mucho menos apoyar) que otras decidan usarlo como un modo de trabajo. La denominada “línea abolicionista” considera a la prostitución como una forma de explotación y puerta de entrada al tráfico y trata de personas, motivo por el cual la prostitución no puede ser considerada trabajo y debe ser desalentada y erradicada. Al amalgamar trata con prostitución, este modelo deja en desamparo a quienes ejercen la actividad y le da herramientas a la policía para su persecución, generando mayores niveles de clandestinidad. En el plano del debate político, la fuerza que está tomando esta corriente ha llegado a ciertos puntos de virulencia y falta de respeto, como es el caso del documento de la Campaña Nacional Abolicionista en que acusan de “pro-proxenetismo” a Ammar Córdoba por su apoyo a la Coordinadora por la aparición de Yamila Cuello, joven desaparecida en Córdoba hace cuatro años, víctima de las redes de trata, tratándolas de “intrusas” en la causa.
Al respecto, Valeria Flores sostiene que “el feminismo abolicionista –y cualquier otra corriente– debería trabajar contra sus propios presupuestos, que adquieren un carácter prescriptivo y normativo sobre las formas de coger, y alentar a examinar las relaciones de poder que atraviesan todas las prácticas sexuales, y más que decir esto o aquello está mal (por ejemplo, ganar dinero a través del sexo), por caso, brindar herramientas para establecer pactos o contratos que garanticen la justicia erótica. Lo que sucede es que las luchas sexopolíticas han quedado fragmentadas, segmentadas en demandas identitarias, y creo que lo que pone en escena el tema del trabajo sexual es cómo siguen operando las regulaciones estatales sobre los modos legítimos e ilegítimos de vivir los cuerpos”. “También es urgente para que la lucha contra la trata con fines de explotación sexual se enfoque a una verdadera búsqueda de las víctimas de la misma, como el caso de Yamila Cuello, y el desmantelamiento de las redes de complicidad. Por eso sería interesante que los organismos encargados de esta temática no sólo dieran números de las ‘víctimas rescatadas’ (y que no incluyan en las estadísticas a las trabajadoras sexuales de algún prostíbulo allanado), sino de lxs tratantes, policías, funcionarixs y políticxs procesados por ser parte de esas redes, que sólo funcionan al amparo del poder”, sostienen las activistas.

JUNTAS Y REVUELTAS EN LA DISIDENCIA

Noe y Valeria asumieron esta iniciativa en vista del cercenamiento de las libertades y derechos de las trabajadoras sexuales, pero también como un modo de colectivizar la experiencia de la disidencia que comparten ambos colectivos. Publicar esta proclama, explica Noe, “fue una manera de hacernos cargo de que este control sexual que están sufriendo hoy las trabajadoras sexuales nos atraviesa a todas las lesbianas, y a todas las personas que vivimos una sexualidad contrahegemónica. Es una manera de interpelar la sociedad y llevar el debate hacia más colectivos para que se posicionen políticamente ante la problemática actual”.
Pero, ¿cuáles son los puntos de contacto existentes entre ambas agendas? “La trabajadora sexual y la lesbiana encarnan modelos de sexualidad no reproductiva, y aunque las lesbianas tenemos cierto reconocimiento social a partir de los debates que se dieron sobre la ley de matrimonio igualitario, sigue operando igualmente un discurso amordazador de estas identidades, más si practicamos formas de relación sexoafectiva no monogámicas y prácticas sexuales como BDSM. La mordaza en este caso aparece bajo la interpelación que se respira en la atmósfera cultural y alguien siempre la empuja a su dicción: ‘¿qué más piden? Si ya tienen el matrimonio’, una atmósfera ahora cargada de olor a Papa chic”, afirma Valeria.
Noe trae a Simone de Beauvoir a la charla y recuerda que lesbianas y trabajadoras sexuales nacimos mujeres y, como tales, se nos tiene negado el empoderamiento a través del sexo. Por eso, explica, en el contexto político actual es más que necesario hacer visible “esta alianza que existió históricamente entre lesbianas y trabajadoras sexuales y salir a la calle con ellas. A lo largo de la historia de Occidente hemos sido discriminadas y tratadas como una escoria social por el hecho de ser ‘mujeres’ que trasgreden la norma patriarcal de tener sexo no reproductivo, lo que quebranta muchos mandatos y normas”.
En este sentido, a la hora de pensarse en las agendas del feminismo, lesbianas y trabajadoras sexuales parecen ocupar un lugar de ontología incierta, el de esas prácticas sexuales que no tienen un vocabulario que las designe ni una coherencia que las legitime. ¿Cuáles pueden ser, entonces, las estrategias políticas aplicables para conseguir el reconocimiento sin renunciar a ser incoherentes o indecibles? Para Valeria, responder a esta pregunta supone repensar los modos en que se articula el reconocimiento, que “por un lado implica una urgencia de reconocimiento por parte del Estado, en un lenguaje jurídico, que debe garantizar derechos laborales, económicos, culturales y civiles para aquellxs que deciden ejercer esta actividad. Por otro lado, es necesario promover otras modalidades de reconocimiento que tienen que ver más con nuestros espacios cotidianos, con un lenguaje de la pasión ética, con el registro del otrx que se da en la autoorganización, en las comunidades discriminadas, en la colectivización de las experiencias de la disidencia, en otra circulación de saberes minoritarios, todos ámbitos de producción de subjetividad que activan procesos que trabajan contra la estigmatización, clandestinización”.
La tutela política de los “feminismos de la academia” sobre quiénes consideran víctimas que deben ser representadas y rescatadas es para Noe Gall el escollo a subsanar. “Cada vez estoy más convencida de que la mejor estrategia política es la articulación entre las trabajadoras sexuales y las lesbianas, defendiendo la autonomía corporal de cada una, reapropiándonos del feminismo, sacándolo de las universidades, llevándolo a la calle. Cuando trabajadoras sexuales en situación de vulnerabilidad social, las que trabajan en la calle y que son las más expuestas, se apropian discursivamente de las premisas del feminismo, las feministas de la academia salen en una cruzada a afirmar que no gozan de ninguna autonomía, no hay voluntades ni libertades, ya que están oprimidas desde que nacen por su propia situación de vulnerabilidad, negándoles (junto con el patriarcado) la posibilidad del empoderamiento. A las lesbianas nos pasa algo parecido, porque la agenda política está diseñada y pensada para algunas mujeres, las que ellas consideran que merecen ciertas políticas.”
Al respecto, la activista neuquina cree que es necesario encontrar otros modos de reconocimiento que sean capaces de poner en evidencia la matriz heterosexual que se esconde por detrás de ciertas lógicas de producción del saber y de las prácticas políticas. “Las trabajadoras sexuales bien pueden ser, y lo son, educadoras sexuales, tienen un saber acumulado sobre las pedagogías de la sexualidad, sobre los modos normativos del coger, y también de resistencias a esos modelos, sobre el mercado del sexo... ahora, ¿quién se anima a convocar a las organizaciones de trabajadoras sexuales a diseñar un currículum de la educación sexual integral que no sea desde el lugar de la victimización?”

NINGUN CUERPO NACE PARA VICTIMA

Salir de la victimización es un punto nodal a la hora de refrendar determinados modos de pensar el feminismo, y en ese lugar convergen trabajo sexual y aborto. Es imposible desconocer la desigualdad que impone la penalización y el negocio clandestino del aborto, que, como tal, es un tema de salud pública. Es verdad que con el actual marco legal argentino la mayor cantidad de muertes por abortos clandestinos recae en las mujeres que no tienen recursos económicos para realizarse una intervención en una clínica ilegal o acceso a la información del uso del misoprostol como una alternativa no quirúrgica. En nombre de las más carenciadas se reclama actualmente el derecho a decidir cuándo y cómo reproducirse, aduciendo que no tienen salida ni posibilidades, una delicada postura que, al victimizar, desagencia y tutela. Sin embargo, esta discusión también se teje en posturas libertarias sobre el derecho a decidir sobre el propio cuerpo que reposicionan a las mujeres con respecto a los lugares para ellas asignados en un modelo que, con pocas fisuras, espera que se cumpla el deseo de tener hijos, de tener pareja, de reproducir la cultura dominante, de cuidar, de criar, de proteger el modelo heteronormativo. ¿Acaso no abortamos por decisión propia de no querer tener hijos en ese momento, siendo una elección consciente y racional? Desde este lugar podríamos conjeturar que tanto aborto como sexo pago resquebrajan ese modelo. Sin embargo ambas discusiones parecen correr por carriles muy diferenciados. ¿Por qué es tan difícil entonces lograr acuerdos políticos entre ambos activismos?
La respuesta de Valeria es contundente: “Tenemos un feminismo hegemónico que es abolicionista, que activa por la descriminalización del aborto, pero sigue operando políticamente bajo supuestos que le adjudican a la sexualidad –y a la genitalidad– un carácter fundante del sujeto, y en el caso de las mujeres, se impone un análisis que las ubica sistemáticamente en el lugar de víctimas del patriarcado. Cuando digo que es hegemónico me refiero a un discurso que tiene la capacidad de articular grupos de mujeres, feministas académicas, funcionarias del Estado, que se impone como la voz única y representativa del feminismo”. Noe no se queda atrás: “La discusión eterna de si la concepción es vida o no lo es es la misma discusión de si la prostitución es trabajo o no lo es. Tanto los ‘pro-vida’ como las (feministas) abolicionistas habitan una verdad absoluta apelando a una moral conservadora. En este sentido, el desmonte del sistema sexo-género va a traer la visibilización de muchxs más cuerpos en estas discusiones. Hace poco escuché a un varón trans, Blas Radi, reivindicar su derecho al aborto; para el feminismo hegemónico es impensable que un varón reclame por este derecho ya que se considera que es un tema de ‘mujeres’”.
Estas discusiones también denotan una jerarquización subjetiva para dentro de la comunidad lgbt, jerarquías que reifican componentes de una moralidad cristiana y patriarcal. “La ley de matrimonio igualitario también creó nuevas jerarquías en el interior de las comunidades lgbt, que además de tener un fuerte componente de clase, hace que ciertos cuerpos sean más legítimos que otros. Hay renovados criterios de decencia y respetabilidad, que tienen como efecto que ciertas prácticas y cuerpos continúen en la esfera de la abyección”, sostiene Valeria.
Para Flores, el feminismo adolece de una mirada sobre la mercantilización de los cuerpos en general, y no exclusivamente cuando se debate el trabajo sexual. “Todos nuestros cuerpos están mercantilizados en el sistema capitalista, el tema es cómo hacemos para reconvertir y resistir esa mercantilización en agenciamiento colectivo, en otras potencias de actuar y en otros deseos. En los debates suele aparecer rápidamente la figura del ‘proxenetismo internacional’ una figura vaga, que no se sabe bien a quién se refiere, pero en general opera como una figura metafórica creada por el fundamentalismo abolicionista para descalificar a las trabajadoras sexuales organizadas. Me parece que es importante no perder de vista en las agendas, cuando se activan ciertas demandas que se articulan bajo los términos de un derecho a conquistar, en qué cuerpos se está pensando y qué otros cuerpos quedarán a la deriva...”
Y es justamente este cruce de agendas el que funciona como leit motiv de estas dos activistas a la hora de divulgar este documento que cuenta con el apoyo de más lesbianas que, al igual que ellas, sostienen la necesidad de reivindicar la posibilidad de vivir en esos espacios liminares, en esa censura de la heteronorma, no monogámica, ni reproductiva. “En esta batalla el silencio no es una opción, es una toma de postura a favor de quien detenta la hegemonía, de quien va ganando la lucha, que son las políticas de persecución moral, policial, estatal y feminista hacia las trabajadoras sexuales”, concluye la proclama. Un espacio más que denota los caminos que aún necesitamos recorrer en la reivindicación de prácticas swingers, poliamorosas, BDSM, de sexo casual, orgiástico, voyeur y tantas más como personas que se mirotean con deseo por ahí y no tienen intenciones de cumplir con lo que las normas sociales esperan de ellas.

Pro Sexo

por Noe Gall, en Suplemento Las 12 del día 13 de Setiembre de 2013




En los años ’80 se produjeron en los Estados Unidos una serie de debates públicos contra la pornografía, impulsando la denominada “guerras feministas del sexo”. En ese contexto, Catherine Mackinnon y Andrea Dworkin comenzaron a utilizar la pornografía como modelo para explicar la opresión política y sexual de las mujeres. Bajo el eslogan “La pornografía es la teoría y la violación, la práctica” demandaban la abolición total de la pornografía y el trabajo sexual. Para estas teóricas toda representación sexual de la mujer es opresiva y no da cabida a voluntades ni empoderamientos. Su activismo se centra en promover leyes que regulen y censuren aún más la pornografía y el mercado del sexo, lo que trae como consecuencias la implementación de leyes de control y persecución a las trabajadoras del sexo.

Como contrapartida a este movimiento surgieron las feministas “pro sexo”, así denominadas porque luchaban por las libertades sexuales de las mujeres y las minorías sexuales. Sus mayores referentes son Path Califia, Gayle Rubin, Ellen Willis, Annie Sprinkle, entre otras. La premisa de esta corriente feminista era defender los derechos sexuales de las personas, tales como el consumo de pornografía o de trabajo sexual y las prácticas sexuales contrahegemónicas como el bondage y el sadomasoquismo. Una de las grandes críticas de estas feministas a las “antipornografía” era que, a través de sus demandas, devolvían al Estado el poder de regular la representación de la sexualidad, concediéndole así mayor poder a una institución patriarcal.

Hubo varios países y estados que siguieron el ejemplo de Mackinon y Dworkin, aplicando las leyes de censura y persecución –Argentina es uno de ellos–. En 2011, Mackinnon visitó a Cristina Kirchner, lo que trajo como consecuencia la eliminación del rubro 59, dejando más vulnerables a las trabajadoras del sexo.

Una ley que ejemplifica la regulación de las prácticas sexuales impulsada por esta corriente es la restricción de la cantidad de profilácticos que las personas pueden portar consigo, tanto en la vía pública como en espacios privados. En Estados Unidos y Argentina, sólo se permiten tres profilácticos por persona. Superado ese número, esos profilácticos pueden ser utilizados como prueba legal de ejercicio de la prostitución, en caso de una detención.

El feminismo pro sexo tiene ya varias décadas dedicadas a denunciar estas prácticas regulatorias de feministas aliadas con el Estado y con sectores morales conservadores, denunciando que la censura y la prohibición por parte del Estado incrementa el control sobre los cuerpos y las sexualidades de las mujeres, especialmente por su situación de vulnerabilidad en la distribución jerárquica de los cuerpos.

Sus propuestas se encaminan hacia una crítica feminista a la representación de la sexualidad en la pornografía hegemónica y normalizadora, considerando que la pornografía es una herramienta que empodera a las mujeres que trabajan en la industria del sexo.

El pos porno surge desde esta perspectiva, reapropiándose de la representación pornográfica con el fin de producir otras representaciones de cuerpos, sexualidades y deseos contrahegemónicos.